Un paseo

Kike Gómez

Hoy he salido a la calle. En plena segunda ola de la pandemia, cuando los bares solo pueden abrir para servir comidas y bebidas para llevar; cuando todos hemos de llegar a casa, como muy tarde, a las diez de la noche. Hoy he salido a la calle porque hacía bueno. El sol asomaba en un cielo limpio y azulado, calentando el ambiente, dejando una temperatura ideal para caminar y perderse.

Hoy he salido a la calle pero había algo más que sol y buena temperatura cuando he puesto un pie fuera. Hoy he salido y, por primera vez en mucho tiempo, no me he sentido solo.

Los bancos de madera, los bancos de piedra, los rebordes de los jardines, las repisas de las esculturas, algunos bordillos y escalones estaban repletos de gente; sobrepasados; casi con lista de espera. Hoy he salido a la calle y era como si de pronto todas las personas que habitamos en la ciudad hubiéramos salido por primera vez de nuestras casas y estuviésemos un poco descolocados. En la calle todos nos mirábamos desde nuestro asiento elegido, o el que nos había quedado. Nos mirábamos entre la culpabilidad y la vergüenza, algunos; otros lo hacían con el orgullo de ser quienes tenían el acceso a ese banco en el que el sol pegaba con elegancia y delicadeza en un costado y no ese otro en el que pegaba fuerte justo en la cara. También había personas que solo cerraban los ojos y respiraban, otras que conversaban y otras que sorbían su bebida en tazas de cartón como si fueran protagonistas de alguna película. Pero, fuera quién fuese, por primera vez en mucho tiempo todos éramos conscientes de la presencia del otro porque todos caminábamos por las casillas del mismo tablero.  

Ahora, de pronto, cuando las terrazas invasivas de los bares, con mesas y sillas de diferentes tipos y colores, han desaparecido, he notado la compañía de los otros. Hoy he salido a la calle y, de pronto, han desaparecido las nieblas que emborronaban mi vista; las barreras que me separaban inconscientemente del otro.

Hoy no había quien se sentase en la terraza más exclusiva de la ciudad para tomar un café carísimo, pero igual de bueno, o de malo, que ese otro con las sillas de plástico y un logo de cerveza en la sombrilla. Tampoco había hoy quién mirase con envidia una u otra escena porque no tenía la oportunidad de hacer lo mismo: sentarse y sorber un café –con o sin logo en la silla o la sombrilla–.

Hoy no había bares que sirviesen para etiquetar nuestra clase social, no había bares en los que refugiar nuestro signo político, ni tampoco nuestro equipo de fútbol. Hoy todos nos sentábamos en el terrazo, o en el banco de madera, más limpio o más sucio, con más sol o menos sol. Los mismos que aquellos que utilizan los migrantes sin papeles en regla que no tienen nada que hacer o lo parados de los lunes al sol o los sin techo que piden una moneda o los ancianos a los que la pensión no les llega.

Hoy he salido a la calle y he visto, por primera vez en mucho tiempo, personas y no solo bruma. Hoy he salido a la calle y he visto y he sentido, por primera vez en mucho tiempo, que todos nos sentábamos alrededor de la misma mesa.    

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